Siempre soñé con viajar. Creo eso, a esta altura, ya no es una novedad. Todo comenzó con una imagen que se configuraba día a día en mi cabeza: una casita frente al lago, las montañas de fondo y mucha, mucha tranquilidad. Si, mi idea era irme a vivir a la Patagonia en Argentina cuando terminara mis estudios en Ciencias de la Comunicación, pero la vida me fue llevando por otros caminos.
 
Ahora que veo las cosas desde otra perspectiva, me doy cuenta que el trazado de mi vida siempre incluyo alguna que otra mudanza: antes de irme a vivir el mundo (así me gusta llamar a esta experiencia/ forma de vida que tengo ahora) pase mis días de estudio, trabajo y salidas entre San Miguel,Palermo, Nordelta y Escobar. Deje mi casa familiar en San Miguel, para mudarme con mi hermana y así poder ahorrar tiempo de viaje a la facu. Unos cuatro años después se vino el concubinato: la mudanza en pareja, adoptar un perro, manejar todos los días al trabajo. Termine mi tesis de licenciatura por Skype, porque era mucho más fácil que reunirnos y tener que trasladarnos viviendo tan lejos.
 
Casi dos años después, me volví a mudar. Esta vez a un departamento un poco más grande, porque mi perra tiene un tamaño descomunal (bueno tampoco tanto, pero es un pequeño poni y necesita su espacio). Nuestra casa daba al agua: ahora, esas imágenes que fueron solo sueños unos años atrás, empezaban a tomar otra forma.

Para esta época de mi vida, ya había terminado la facultad. Era toda una señorita licenciada, que manejaba casi 4 horas al día para ir del trabajo a la casa. Y entonces, el tiempo me empezó a pesar: el dolor de espalda era cada vez más fuerte, y puedo asegurar que una vez al mes mi cuello explotaba y decía basta: tortícolis asegurada, si no le ganaba la lumbalgia y cuando estos síntomas se aburrieron de estar, apareció el ataque de ansiedad. Que belleza. Que poético, como el cuerpo transita las emociones de una forma tan escalofriante, como nos pellizca día a día para que despertemos, para que salgamos de ese estado de alienación total.

Vidaenviajee

Con todo esto, también tenia el lujo de viajar:

nuestros ahorros y todo lo que ganamos lo invertimos en viajes: me acuerdo que en el 2016 hicimos una cantidad de viajes que tardamos un poquito más de un año en terminar de pagar. Las deudas también trajeron sus dolores de panza, sus llantos. Pero fue un punto de inflexión, un llamado a la acción. Con unas cuantas peleas a cuestas, con más miedos que certezas, con mucha incertidumbre y preguntas, decidimos vender todo para irnos a vivir el mundo. Fue un proceso largo, tedioso: vendimos los muebles, los autos. Nos despojamos de toda nuestra ropa, de todos los objetos que nos habían ayudado a construir la vida como la conocíamos hasta ese momento.
Cuatro meses antes de irnos de Argentina, nos mudamos a Escobar, para poder ahorrar. Vivir solos y querer juntar plata no es una ecuación que se da de forma muy satisfactoria en nuestro país. Así que, nos fuimos a lo de los papás de Marian, para que las cosas sean un poco más fáciles mientras nos reintentábamos. Más de un departamento me ha visto derramar ideas, pensamientos, charlas y escritos sobre la vida que comenzaba a diseñar. Miro para atrás, y siento que todo eso pasó en otra vida, que fue otra persona la que se sentaba frente a la computadora durante horas a leer sobre visas de trabajo en otro país, bien lejos de donde estaba googleando. Parece que fue otra persona la que logró embalar de a poco todas esas prendas que tanto le costo comprar, para venderlas en una feria. Para ver como, otras personas se llevaban con una gran sonrisa esos zapatos de marca que quizás en otro momento no se podían comprar.
 
Empecé a entender el sentido de vivir liviano, de tener y usar lo que necesitamos, y no tan solo acumular. Tengo que admitir que vaciar mi casa fue una tarea extremadamente difícil: si bien era un proceso por el cual ya había pasado gracias a tantas mudanzas, esta vez era diferente: esta vez estaba vendiendo la biblioteca que habíamos diseñado para ese espacio especial de mi casa. Esta vez, dejaba atrás el jardín vertical que habíamos armado para nuestro balcón, era especial.
 
No es fácil dejar atrás nuestras cosas, a la familia, a la rutina y el día a día. Fue terrible tener que decirle chau a mi perrita, y verla mover la cola por la ventana, creyendo que al poco tiempo voy a regresar. O hablar con mis abuelos por teléfono, y escuchar como sollozan al cortar. No es fácil, nada fácil.
Pero también voy entendiendo que hay una razón, algo más fuerte que me hace estar hoy acá. Tomar la decisión de vivir en diferentes lugares, de tener una vida nómada, es más difícil de lo que imaginaba. Hoy estoy experimentando mi segundo año de viaje. Primero fue Copenhague y ahora es Niza. No tengo ni la mas pálida idea de en donde puedo estar mañana. Y eso me gusta, y me asusta. Me gusta porque es lo que estaba buscando: salir de esa rutina que me hacía sentir presa de un estilo de vida que no quería, que no me llenaba, que me angustiaba. Y me asusta, porque estoy todo el tiempo arriba de una calesita: cuando me bajo y pongo un pie en la nueva ciudad, tengo que correr para alcanzar rápido la llave que tiene el señor del parque: esa que te va a dar la posibilidad de dar otra vuelta más.
 
Hoy, comenzando mi segundo año de vida en viaje, solo puedo decirles que, aunque por dentro te este comiendo el miedo, te animes y lo hagas. Solo puedo decirles que sí, que viajen.  Siempre podemos volver al lugar en el cual estábamos. Volveremos diferentes, llenos de experiencias, de amistades. Habiendo probado nuevos sabores, idiomas, habiendo bailado en un bar diferente cada sábado.
 
Todos los días me repito lo mismo: siempre podemos volver. Pero volvamos con la tranquilidad de haber hecho algo que queríamos: con la paz de haber confiado en nosotros mismos, con la alegría de saber que a cualquier lugar donde queramos ir más adelante, vamos a tener un amigo esperándonos para tomar unos buenos mates, para abrir una birra frente al mar, para dar un paseo interminable por la montaña o, simplemente, para sentarnos y charlar.
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