Quisiera acercarles un pedacito de mi profundidad, poder hacerlos navegar y atravesar algunas de mis tempestades, ansiedades y alegrías. Quisiera lograr desvirtualizar la Vida en Viaje, desnudarme e invitarlos a revivir algunos de mis shocks. Quisiera endulzarles las tardes con mis recuerdos y vivencias, con historias que a veces invento y que otras veces recuerdo.
 
Hoy les voy a contar de que se trató volver a casa esta última vez:
 
Ya no sé qué se espera de mí. El tiempo y la distancia mantuvieron algunas cosas intactas, pero otras cambiaron de forma drástica.
Hay relaciones nuevas, otras inexistentes. Hay relaciones rotas a destiempo y otras sanadas con empeño. Hay personitas nuevas que se sumaron a cada grupo de amigos de manera constante. Hay también personas que ya no están. Tuve que abrazarlas y acompañarnos en esas pérdidas que produce la distancia. Eso también duele para los que decidimos volar, aunque muchos no lo sepan o no lo entiendan así.
 
Volver es tan difícil como decidir marcharse a probar suerte en otra parte. Volver es tan difícil como tomar el coraje por las astas y no permitirle que se te escape. Es reencontrarse con situaciones iguales, pero diferentes. Es verse al espejo después de mucho tiempo de nado en un mar con aguas salvajes.
Mi regreso a Buenos Aires no fue fácil. Fue poner pausa al deseo de seguir viviendo el mundo, para darle espacio y tiempo al reencuentro con una ciudad en llamas. Fue poner en pausa un estilo de vida libre, sin ataduras a nada, sin compromisos ni una vida “estable”, tal y como la imaginaba. Y utilizo comillas porque la estabilidad, así como la normalidad, son conceptos que pueden variar tranquilamente. Me llevo un tiempo comprender que mi normalidad en los últimos dos años fue la estabilidad que encontré en el cambio. Cada 2, 4, 8 ó 6 meses cambié no solo el lugar donde dormía, sino donde comía, me bañaba y la forma en la que me vestía. Cambiaron mis amistades diarias, los horarios se actualizaban cada vez con más rapidez, los idiomas se hacían incomprensibles y ya no me acuerdo de cómo jugar al ajedrez.
 
Pero en esa estabilidad que encontré en el cambio constante, viví y fui feliz. Hasta que llegó la hora de volar de nuevo, esta vez hacia un lugar que era conocido y que me esperaba con los brazos abiertos.
Me di cuenta que no todos vivimos el regreso de la misma manera: me cansé de ver en redes sociales familias sonrientes, abrazos eternos y llantos de felicidad resonantes. Eso sucede, claro que sí. Claro que familiares y amistades organizan asados, birriadas y mateadas. Claro que se sacan entradas para ver shows y cantar hasta el amanecer. Claro que las primeras semanas estás rodeado de amor y abrazos fuertes.
 
Pero, mientras todo eso sucede, puede que sientas – como yo – que tu cuerpo está presente, que ese abrazo que te están dando es tan real, como esa sensación de que hay algo tuyo que quedó flotando en el mediterráneo o el mar báltico.
 
Yo era esa persona que estaba ahí, sentadita, sonriendo y emitiendo comentarios todo el tiempo. Pero cada tanto, me escapaba para llorar un ratito en el baño del lugar donde estábamos reunidos. A veces la música era tan fuerte que no podía concentrarme en nada más que en lo que pasaba en mi mente. Estaba presente, pero lloraba fuerte.
¿Qué me pasa? ¿Cómo le explico al mundo lo que se siente tener el cuerpo y el alma fragmentados, en lugares diferentes?.
 
Los primeros meses me atrevería a decir que fueron un shock muy fuerte: reuniones por todos lados, preguntas sin respuesta consciente, ideas frustradas por el cambio. Llanto constante, ganas de volver a fumar y el miedo a una separación inminente. El miedo a creer que ya nada volvería a ser igual. Y no lo sería, pues claro. El shock del regreso fue tal que mi cuerpo, mi alma y me mente vivieron durante un prolongado tiempo en mundos diferentes, y me llevó unas cuantas sesiones de terapia abrazar el presente y entender que, de tanto en tanto, el cambio constante necesita frenar en seco y abrir la puerta a un nuevo comienzo.
 
Volver fue un shock en viaje diferente. Me sumergió en el insomnio y el llanto, en el miedo de no poder volar de nuevo. Volver me enfrentó a todos los fantasmas de los que había escapado durante dos años. Porque si hay algo que les puedo asegurar es lo siguiente: lo que no enfrentas, vuelve; y a veces su aterrizaje no te da el tiempo que necesitas para preparar la pista ni la habitación de visitantes frecuentes.
 
Volver. Esa extraña actividad que los viajeros ponemos en práctica con relativa frecuencia. Porque desde que tomamos la decisión de vivir el mundo, nos acompaña en la mochila que llevamos la idea de que siempre estaremos fragmentados: con el cuerpo, con el alma y con la mente viviendo en todos lados, a veces, en momentos y sitios diferentes.
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