Entre diciembre del 2019 y principios de enero del 2020, estuve trabajando como voluntaria en un hostel de Córdoba, España. Fue la primera vez que hacia algo así: intercambiar mi tiempo, mi energía y conocimientos en redes y atención al publico a cambio de hospedaje. Sin dinero de por medio.
Los grandes viajeros, expertos en esto, suelen decirle al mundo a través de Instagram que salgamos a explorar y dejar que el mundo nos sorprenda. Tengo que decir que coincido con este discurso mediático de nuestros tiempos 2.0, porque si no hubiese estado paradita sin cobrar en este hostel perdido en el tiempo, no se si hubiese logrado terminar de entender lo que significa viajar. Al menos para mi, fue el broche de oro, la frutillita jugosa de un postre que tardé varios años en elaborar y pocos meses en devorar….
El 13 de diciembre del 2019 me tocó cubrir el turno de la noche en el hostel. Al principio fue raro, soy una persona que le gusta mucho más la mañana, que se levanta temprano y aprovecha el día, que se acuesta antes de las 12 y duerme largo y tendido, aunque haya ruidos. Al principio fue raro, me costo bastante adaptarme a la idea de trabajar de noche, de tomarme una cerveza en el bar mientras atendía o hacia un check in a completos desconocidos. No tenia horario de cena, y mal que me pese las noches que me tocaba hacer turnos, tampoco dormía como quería: si no tocaba la puerta algún borracho perdido, me sonaba el teléfono para que le reserve una cama a las 3 de la mañana…
Pero ese 13 de diciembre, ya con varios días de entrenamiento y mucho más canchera, me confiaron el bar. Yo – tengo que admitirlo – estaba radiante: me brillaba el pelo y la sonrisa que llevaba puesta era gigante. Tenia los ojos como platos, con el color cielo más potente que nunca, dispuestos a meterse adentro de cualquier cabecita juguetona que tuviera ganas de pasar a mirar más allá.
Ahí estaba, después de algunos vasos de sangría que yo misma hacía, vendiendo cerveza a los huéspedes que no paraban de llegar. Qué hermosos eran esos tiempos, en los que podíamos relacionarnos libremente sin miedo al contagio, Qué hermosos esos tiempos en los que nos abrazabarnos con extraños, nos dábamos la mano y compartíamos libremente las pitadas del faso. Qué hermosos esos tiempos, en los que con mi ondas rubias y mi sonrisa compradora, hacia records de venta en el bar, porque me encanta hablar con los huéspedes de todos lados y hacerlos sentir cerquita de sus casas, aunque estuvieran con una completa extraña que no sabia nada de su vida, no sabia nada más que ellos querían sentirse queridos e importantes como yo; como todos queremos sentirnos al final de cualquier día que pasa como uno más.
Ese 13 de diciembre, él se acerco con la cabeza en alto, la mirada hacia abajo y las manos escondidas en los bolsillos de su impecable campera Uniqlo color azul oscuro, pero brillante, de un brillo de esos que encandilan en cualquier parte. Se acercó despacito, y me preguntó si podía venderle una cerveza más.
En su mirada me di cuenta que en cualquier momento iba a comenzar el jugueteo peligroso, ese que arrasa con todo, que hace que las palabras vuelen por tu boca revoltosa y salgan disparadas entre los dientes calientes de tanto tomar. Quise evitar un momento incomodo y decidí que iba a manejar yo el juego: mientras guardaba sus euros en la caja y le abria la cerveza para acercarla a su mano tambaleante, me hice la loca y le pregunte: ¿vos sabes quien soy yo? y comencé el juego que ambos estábamos esperando pero que yo no iba a jugar.
Entre palabras tiradas de los pelos y preguntas de adivinanzas sin ganas, dio vuelta la tortilla de un salto y sin previo aviso me noqueó. Vos sos Marina, de Argentina, pero yo soy el chico de el Sahara Occidental, y estoy acá con el fin de contar mi historia, la de mi pueblo y hacer que esta verdad comience a trascender entre ustedes, viajeros intergalácticos que se creen tan importantes con sus canjes y bellos momentos. Yo, el chico del Sahara Occidental, estoy acá para contarte mi historia y obligarte a que te pongas a investigar y hagas de público conocimiento algo de lo que nadie quiere hablar.
Tuve que guardar mi orgullo en el bolsillo y dedicarme a escuchar. Mi interés era genuino y solo quería conocer más y más de la vida de este chico que me hizo entender que al fin y al cabo no somos más que humanos igual de importantes e insignificantes que el resto. Una vez más, entendí que el brillo de mis ojos color cielo pulposo son igual de exquisitos que sus ojos color almendra tostada. Ni más ni menos. Solo que la historia de la humanidad decidió, sin preguntarnos, hacernos creer que cada uno tiene su lugar. Pues no, no mi cielo, el chico de el Sahara Occidental tiene una voz muy fuerte y su historia le prometí narrar…
El Sahara Occidental es un territorio que se encuentra al norte de Africa y que en la actualidad forma parte de uno de los 17 territorios no autónomos que están bajo la tutela de un Comité que pretende eliminar el colonialismo.
El chico del Sahara Occidental tomó su birra helada y mientras mi cuerpo se iba tencionando con el calor y color de su historia, empezó a relatarme como era nacer y vivir en un campo de refugiados.
Entre noviembre de 1975 y febrero de 1976, los habitantes del Sahara Occidental abandonaron sus provincias por la inminente invasión mauritana y marroquí. Quienes pudieron escapar de la muerte, tuvieron que exiliarse de su lugar de origen, adentrándose en el desierto para terminar formando un nuevo mundo en los campos de refugiados de Argelia, que tenían por objetivo ser un hogar transitorio y terminó funcionando como el único destino posible de este pueblo que quedó perdido y olvidado tras los rayos del sol candentes en el medio del desierto.
El chico del Sahara Occidental, con su español impecable y perfecto, me contó entre sorbos de cerveza helada, que nació en uno de estos campos de refugiados. Los niños nacen , se crían y no tienen permitido salir de ahí – me contó con el corazón latiendo fuerte pero sin permitir que su voz enloquecida por contar su historia me dejara leer la ansiedad que lo atravesaba.
A sus doce años conoció la luz. La primera vez que se topo con una perilla de luz, estuvo una hora encendiéndola y apagándola porque no podía creer lo que sus ojos veían Me contó esto, mientras sonaba la música fuerte del bar y despilfarrábamos electricidad en la terraza de un hostel atiborrado de gente con el ultimo modelo de celular, que su familia, la gente que se escondió en el medio del desierto y allí desarrollo su vida y la del resto de su humanidad, no tienen electricidad, ni agua corriente.
¿Cómo es que vos estas acá? Perdona que indague en tu historia, pero quiero saber cómo es que tu español es perfecto y estas acá tomando una birra helada a media noche, riéndote de mis caras y entendiendo lo que siento, aunque no pueda expresarlo ni me anime a sentir más.
El chico del Sahara Occidental le dio el ultimo sorbo a su birra gastada y me contó la verdad de la infancia en estos campos, su hogar: entre los 9 y 10 años, los niños tienen la posibilidad de ir a España por un verano, si una familia los acoge, para que puedan conocer otra forma de vida y recorrer las callecitas empedradas del centro turístico que quieran visitar.
Este chico tuvo esa oportunidad, pero además, la familia que lo tuvo durante un verano europeo, le ofreció adoptarlo para que tuviera la oportunidad de quedarse en España y progresar.
El chico del Sahara Occidental aceptó deshacerse de su armadura contra el calor abrazador del desierto que lo estaba esperando para masticarlo y devorarlo entre las fauces de una vida ardiente. Aceptó dejar atrás con el cuerpo a su familia y amigos, a la única vida que conocía, para darse la oportunidad de crear la vida que quiera.
Ese 13 de diciembre, cuando entre birras me contaba su historia, el chico del Sahara Occidental tenia 23 años y hacia casi 13 años que no veía a su familia, porque todavía vivían en el campo de refugiados, el hogar que armaron para escapar de la muerte.
Cuando terminó su birra, le regalé otra para que abra el mapa y me muestre dónde estaban su mamá y su papá. Mientras me miraba con los ojos de almendra deseosos de hablar más, el timbre del portero eléctrico sonó y tuve que volver a trabajar. Se me caía la cara de vergüenza de tener que abandonarlo en ese momento de la historia, pero no me quedaba otra que cumplir con mi obligación de seguir escuchando historias mientras acompañaba a cada nuevo huésped a su habitación.
Dos años después, mi búsqueda de realidades toma sentido. Por esto empecé a viajar: para conocer el mundo en sus bellezas magníficas, estridentes y perfectamente naturales; pero también para bajar la cabeza y abrazar las historias de cada persona que tiene ganas de hablar y hacer que su mundo sea parte importante de la historia de alguien más.
Como me dijo el chico del Sahara Occidental, el chico que viene de un sitio lejano, olvidado y nunca mencionado: “no te sientas mal por no saber de donde vengo, para eso viajas, para auto educarte y decirle al resto del mundo que hay mucho más que su pequeño lugar”.
Oye, chico del Sahara Occidental, yo te quiero decir que además de eso, ahora entiendo que viajo para curarme de la ignorancia de creerme importante. Una vez más, que chiquita e imponente me siento frente a las miles de historias que no puedo retratar y hacer notar.
Y termino este mensaje diciendo: cuando vayas a un nuevo lugar, no te fijes solo en los bellos monumentos. Trata de conectar con quienes tienen ese brillo en la mirada que te invita a descubrir y entender un poquito más.