No entendía nada. Le conté lo que estaba recordando y me disculpe por dejar que prácticas de cabotaje ancestrales se adueñaron de mi y me inhabilitaran a ser feliz. Nos abrazamos fuerte, mientras la pava chillaba porque el agua ya estaba.
Nos quedamos en silencio, un poco enojados, un poco frustrados. Un poco sabiendo que esto recién empezaba. Pero el silencio tenía que adueñarse de una escena que no le era propia para dejarme respirar y disfrutar de las piedras que me estaban esperando cuatro cuadras más allá.
Nos fuimos a la playa con la mochila a cuestas: una mochila de piedras ajenas que volvía a asomar, un fantasma que se había hecho presente para acariciarme los ojos color cielo y decirme que lo tenía que abrazar. Que si no lo hacía, se iba a encarnar en mi presente y no me dejaría avanzar.
No me quedó otra opción que retomar terapia para lograr abrazar a mi fantasma y darle el paso a su disolución. Entre piedras calientes y un verano efervescente, sané una vez más. Le abrí la puerta a los fantasmas que había dejado rumiando en la profundidad de mi ser, mientras disfrutaba de mi vida en viaje y sonreía sin saber que en realidad me esperaba el shock de piedras en la cabeza para empezar a ser feliz otra vez.
Si no logré disfrutar a pleno de Niza fue porque estaba amigándome, luchando y durmiendo con mis fantasmas de la infancia, esos que todos tenemos pero a veces no nos damos el lujo de dejarlos volver a bailar de nuestra mano o salir a jugar.
Y qué importante es dejarlos salir, hacer el quilombo que crean necesario, hacer ruido, gritar hasta el hartazgo, hasta quedarse sin voz ni voto en nuestro pequeño espacio corporal. ¿Que hubiese pasado ese día de peleas con mariano, hubiese hecho caso omiso a ese fantasmita que estaba listo para jugar? No lo se, porque las burbujas de la pava en ebullición me distrajeron de la fuerza que estaba haciendo para mantener una sonrisa gigante en mi cara, y se abrió camino el señor fantasma, cabalgando las lágrimas que lo llevarían a coronar a las reinas angustia y realidad.
Ya pasó un año desde que comencé este nuevo proceso de descubrimiento interno. Un año en el cual termine agradeciéndole a las piedras de Niza por haberme quemado los pies y darme un pequeño dolor de espalda. Porque más allá del shock de no poder correr en patas, me pude enfrentar a ese fantasma que tanto me acechaba.