Llegamos a la estación de tren de Kazan a las 8 de la noche. Ya estaba oscuro desde hacía un rato, porque el otoño comienza a cerrar los días en Rusia como en todos lados, alrededor de las 6. Decidimos ir temprano a esperar el tren para que no nos agarre la noche divagando por las calles.
Si bien me sentí segura en todo momento, hay un fantasmita que hace que prendamos el botoncito de alerta que nos aleja sin darnos cuenta de la realidad. Es un hecho: no importa en que parte del mundo estemos ni cuantos kilómetros hayamos acumulado a lo largo de estos años en viaje, siempre el fantasma del miedo aparece y nos enfrenta a la cultura que tenemos delante.
¿Está bien? ¿está mal? ¿somos demasiado prejuiciosos? No podría dar una respuesta certera a estos interrogantes que siempre termino por hacerme;lo que sí sé, es que todos los días desde que me di cuenta que no podía vivir con miedo a todo lo que me es ajeno o diferente; respiro hondo y trato de encontrar en eso desconocido algo familiar para poder disfrutar del mundo y su totalidad. No es un ejercicio fácil, requiere que ponga mucho empeño en darme cuenta que lo que tengo enfrente no me va a dañar; y no me culpo ni me victimizo por las veces que salí corriendo. ¿Cómo no tener miedo cuando crecemos creyendo que que todo te puede hacer daño, que no hay que saludar a extraños, ni vestir minifalda si vas a salir a caminar?. ¿Cómo no tener miedo si cuando entras en la adolescencia muchos extraños se asoman desde la ventana para gritarte o te encierran contra una pared en la calle para no dejarte pasar. ¿Cómo no tener miedo, si el solo hecho de pensar en compartir el camarote del tren con 2 hombres presuntamente borrachos, hace que cualquier mujer tiemble hasta los huesos y quiera salir corriendo?
Luchaba en silencio contra estos pensamientos intrusivos, que no me dejan discernir la fantasía de la realidad. Lo hacía en silencio, para no cargarle a Mariano mis miedos. Ya bastante tenía él con los propios, y se que son muy pocos los que logró compartir conmigo, estoy segura que dentro suyo luchaba en silencio con la misma entidad de pensamientos intrusivos que tenía yo. Solo que no podía saberlo, porque me esmere todo el tiempo en ser fuerte. No quería permitir que algo como el miedo arruinara mi viaje. Soñé con recorrer Rusia en tren durante muchísimo tiempo, y ahora que estaba ahí viviendo y haciendo realidad ese sueño, no quería sufrir por nada ajeno.
El viaje de Kazan a Ekaterimburgo duró unas 16 horas. El tren llegó a la estación a las 20.20 y diez minutos más tarde estábamos saliendo. Siempre puntual, siempre impecable.
Presentamos nuestros boletos y pasaportes al guardia de la tercera clase, en el último vagón del tren; sin antes chequear quienes nos acompañaron. El miedo y el prejuicio siempre llegan antes que vos a cualquier parte.
Subimos por la escalerita y empezamos a caminar hacia el final del vagón número 6. Nos tocaron las camas 42 y 43, una arriba y una abajo, al lado de la puerta que comunica con el baño compartido del vagón.
Éramos los bichos raros. Una pareja de blanquitos desalineados que viajaban con poco equipaje y una bolsa de comida en la mano. Nuestros compañeros viajaban en grupos grandes: familias, amigos, todos con muchas bolsas y equipajes. Los trenes que recorren la línea del mítico Transiberiano, llevan consigo a pasajeros que se trasladan durante varios días para llegar a sus casas o su trabajo. Son trenes que comunican a Rusia de punta a punta, y a diferencia de lo que estamos acostumbrados en occidente, es la vía de comunicación más importante y concurrida de este gigante.
Guardamos las mochilas bajo mi cama y nos sentamos agarraditos de las manos. Mariano me miraba con dulzura mientras yo me hacía la fuerte. La verdad es que todo era tan ajeno que no podía evitar querer bajarme y comprar un pasaje en otro tren, para no tener que dormir rodeada de extraños en un vagón abierto al mas allá. Sentía el olor a cigarrillo y vodka correr por los pasillos. Había música de fondo y de vez en cuando risas y alguna niña que iba con su madre y su burka al baño una vez más.
Uno de nuestros compañeros de catre se presentó simplemente realizando un movimiento de cabeza, como asintiendo. Guardar su mochila, se bajó los pantalones, y se puso un jogging. Subió a su cama y no supe más nada de él.
El otro muchacho decidió que mejor tratábamos de comunicarnos. No hablaba inglés, y nosotros no hablamos Ruso, asique hicimos uso de las señas, dibujos con el dedo sobre la mesa que nos separaba y el lenguaje universal de los videos y las risas tan propias de quien no puede entender lo que está sucediendo.
Me gustaría recordar el nombre de nuestro compañero, pero me es imposible hacerlo. Nuestra conversación pasó por diferentes estadios: nos presentamos, cada uno dijo su nombre y señalo su pecho, sin entendernos. Luego hablamos de nuestra nacionalidad, era obvio para este sujeto que éramos forasteros: “Argentina”, dijimos al unísono con Mariano, mientras nos miraba sin entendernos. No le importo, dibujó un mapa con su dedo en la mesa, mientras intentaba expresar de dónde venía y hacia dónde iba. Nadie comprendía nada, todo eran risas forzadas y un grado de incomodidad por no saber como expresarnos frente a este extraño que se esmeraba por hacernos sentir acompañados.
La noche se tornó más rara cuando nos mostró en su celular cómo pescaban los chinos en un puerto cercano a quien sabe dónde. De los peces pasamos a un video militar, donde un grupo de soldados rusos desarmaba y armaba un tanque de guerra en un abrir y cerrar de ojos. No supimos que responder a estas enseñanzas, nos mostraba su videos con tanto orgullo, como quien saca de la billetera las fotos de sus nietos para contarte porque late su corazón.
Mariano tomo la cama de arriba, mientras yo me recostaba abajo. Puse en el celular un poco de música para relajarme y el tapa ojos para que la luz de la mañana no me despierte al alba. Me dije que todo iba a estar bien, nuestros compañeros parecían más que agradables, y los demás pasajeros estaban cada uno en su mundo, sin pasar a sonreír.
Estaba dormitando, cuando siento que algo me cayó encima. Me desperté de un sobresalto, pero no fui capaz de moverme ni defenderme, o levantarme para ver que es lo que estaba pasando. Cuando logré reaccionar, consumida por el miedo propio de que algo te despierte a mitad de la noche en un tren lleno de pasajeros extraños en Rusia, veo que Mariano colgaba de la cama de arriba y tiraba manotazos a nuestro Ruso de al lado. Me saco el tapa ojos y veo que sobre mis pies había una frazada, y cuando logro entender lo que pasaba le grito a Mariano: “tranquilo amor!, me estaba tapando!”
Nuestro Ruso se sienta en su catre y nos mira sin entender nuestra relación: era de noche y hacía frío en el tren y claramente él considero una buena idea levantarse a buscar mantas para taparme primero a mi, y luego a Mariano. Yo me desperté cuando el Ruso puso la manta sobre mis pies y Mariano vio como a mitad de la noche un hombre se me acercaba borracho. Después de taparme a mi, agarró otra manta mientras ignoraba los manotazos que tiraba Mariano desde arriba de mi cama. Sin despeinarse o tambalearse, abrigó a Mariano y se sentó a observarnos.
Pude ver en la oscuridad como sonreía y su rostro se iluminaba. Levantó los pulgares y se frotó los brazos, como diciendo: “hace frío amiga, los tape y ahora están bien”.
Mariano me pregunto si esta todo en orden ahí abajo. Le dije que sí, que se quede tranquilo que el Ruso simplemente nos estaba cuidando.
Se que Mariano tuvo miedo esa noche miedo. Y yo también. Pero ahí, acostada en un tren en el medio de Rusia, entendí que los extraños pueden tener grandes actos de amor que a veces no estamos listos para entender.
A la mañana siguiente vimos al Ruso impecable, hasta parecía que se había dado un baño. Su ropa, sus uñas, su pelo y barba lucían mejor que nosotros. No quedaba rastros de las botellas de vodka que se había bebido en el pasillo del tren con los vecinos, y no se percató del miedo que nosotros tuvimos cuando nos encontramos con su cuerpo gigantesco apoyándonos durante la noche anterior. Le hicimos una sonrisa y bajamos en la estación de Ekaterimburgo, pero pasaron unos cuantos días hasta que pudimos analizar y comprender lo que nos había pasado. Todavía hoy, a casi un año de ese viaje en tren, me sigo preguntado si todo lo que viví y fui aprendiendo en el camino es verdad, porque les juro que de a ratos siento que fue otra vida.
Mucho dicen de este pueblo golpeado por la guerra, las luchas de poder y la historia hambrienta. Lo que nadie dice es que más allá de todo eso, existe en su realidad una gran bondad, un sentido común tan grande y noble que no vi en ningún otro lugar. Como puede ser que nos haya resultado extraño y ajeno que frente al frío alguien nos tape? Mirando hacia atrás, solo puedo sentir el calor de la manta y su sonrisa triunfal, porque sabía que su verdad era más fuerte que nuestro miedo, y que su accionar no nos iba a causar ningún mal.
El abrazo del Ruso fue un shock tan grande que aun lo trato de procesar. Todos los días, desde aquella noche, tratamos de no ser ajenos a lo que nos pasa al lado: estrechar una mano, dar cobijo a quien te dice que tiene frío, comprar un chocolate caliente al chico que veo en la esquina cuando voy al super todos los días. Mariano logró accionar más rápido que yo, empujado por el miedo saltó a defenderme y del mismo modo, cuando entendió la importancia de mirar a los costados y no centrarse solo en uno mismo, accionó de nuevo. Yo sigo aprendiendo. Sigo despojándome de miedos a diario y aprendiendo que no todo el mundo quiere hacer daño.
El abrazo del Ruso fue un mimo a mi alma asustada, fue la lección que necesitaba para seguir adelante y reforzar que el mundo no es lo que nos contaron que era, sino lo que tenemos enfrente de nuestros ojos dañados por el mecanismo de defensa que nos obliga a parecer ausentes.