En ese momento, ahogada por los mocos y las lágrimas, entendí que no era el monto lo que importaba, claro que no, era lo que el sillón – que todavía tenemos – significaba: era Beatriz (nuestra perrita rescatada) creciendo en casa. Subiendo, durmiendo en él. Eran los días, las noches de sentarnos y abrazarnos. Eran las series que habíamos compartido, las miradas, las siestas del sábado por la tarde cuando el sol nos pegaba en la cara. El sillón, eran las charlas mientras planeábamos como continuar nuestra vida. Eramos los tres jugando.
Ahí comprendí y explote en llanto. Lloraba de culpa, por no haber podido darme cuenta de todo lo que estábamos dejando. Lloraba por la emoción de estar a punto de cumplir un sueño, y lloraba también porque la ansiedad de no saber lo que iba a pasar también me estaba consumiendo.
Cuando lees por ahí que alguien “dejó todo para…” no esta hablando solo de un trabajo, o un auto. No está hablando de la ropa que vendió o regaló. Está hablando de una forma de vivir la vida, de emociones, anécdotas, de momentos. Habla de creencias; de personas, de familia y deseos. Dejar todo implica ponerle un punto final a una historia, dar un cierre y volver a empezar. Implica sentarse una vez más en el sillón y llorar.
Mariano se levantó de la silla y se sentó en el sillón conmigo, para abrazarme. Lo acompañó Beatriz, que movía su cola sin parar, como hace siempre, aunque no termine de entender a que estamos jugando. Nos sentamos los tres en el sillón una vez más, Bea ocupando prácticamente todo el espacio, y Mariano y yo, a su lado abrazados.
No vendimos el sillón ese año. Decidimos que cuando volviéramos a tener una casita, él iba a dormir otra vez parte de esta familia. Queríamos, queremos, volver a empezar y vernos los tres ahí: sentados, abrazados, jugando con Bea una vez más. Hay cosas que se convierten en parte de la historia de una familia, que aparecen en las fotos, en las fiestas, en la memoria. Hay cosas que no podes dejar simplemente, porque te acompañan, te sostienen, te ayudan a continuar o a volver a empezar.
Hasta este entonces, la historia del sillón termina con un final feliz, ya que decidimos dejarlo guardado junto con unas cuantas cosas que nos quedamos para una nueva futura casa (entre ellas, muchos libros y recuerdos de viajes que habíamos hecho hasta ese momento).
Los últimos meses en Argentina transcurrieron de forma extraña para mi: mientras tenía que desarmar mi casa, tenía que fingir en el trabajo que nada pasaba. Continuar con mi día a día, y hacer crecer el emprendimiento digital que estaba comenzando a desarrollar. Y, como si todo esto no implicada ya suficiente caos, teníamos que mantener en armonía nuestra relación con Mariano. Entre tanta venta, tanto movimiento, no es fácil terminar el día en paz, sin inventar peleas destructivas, solo por el arte la costumbre de destruir lo que tanto tiempo llevo construir.
Desarmar la casa que teníamos fue lo más difícil que hice hasta ahora, y eso que en estos 31 años llevo desarmadas más de 4 casas en mi historia. Creo que esta necesidad del nomadismo viene acompañada de una larga vida de mudanzas.
Cuando era chiquita, esto no me gustaba, pero la historia siempre cambia, y esto es algo que van a tener que leer después, cuando el libro de mi vida en viaje llegue a sus manos.