Estudiando con papá:

Durante los 9 años que estudie Cs. de la Comunicación, desaprobé solamente un final: Historia 1.

Me acuerdo que fui un febrero a rendir, convencida que después de 15 días de leer y subrayar en mi libro, iba a poder pilotear un 4. Me equivoqué. Estuve alrededor de una hora sentada junto a quien había sido mi profesor, y que lo dio todo para que yo logre hilvanar una frase coherente. No lo hice, estaba en blanco y no estaba preparada para hablar. Me fui con el que iba a ser el único dos que tuve en toda la carrera en mi libreta: me sentí triste, fracasada, rechazada por el mundo universitario que en ese entonces me resultaba tan hostil. Prepare ese final durante casi dos anos, pero nunca me animaba a darlo. Hasta que no me quedo otra opción que enfrentarme a Historia en el 2010, era eso o volver a cursar la materia otra vez. Durante casi dos meses, mi papá me ayudo a preparar el final de Historia 1, que tenia que rendir el 21 de julio, o dejarlo vencer.

Para ese entonces, él ya no vivía en mi casa, asique yo estudiaba mucho sola de noche – y de madrugada, antes de que todos se levanten – meta mate y cigarrillo en la mesa redonda de la cocina. Este final fue el principio de una pequeña y nueva relación con mi papá, que conoce hasta los últimos detalles de la historia mundial: ¿de qué color tenían los zapatos los soldados rasos del Ejercito Rojo? él seguro lo sabe.

 

Pasaba a buscarme en la Scenic que ya empezaba a desgastarse, y nos íbamos a Conesa a estudiar: él hacia el mate y yo escuchaba. Él relataba la historia del Zar Nicolás, y yo anotaba. Decidimos preparar dos temas, de los cuales, hasta ese entonces. nunca había escuchado hablar – mucho menos en la escuela. Prepare la Revolución Rusa como tema principal, y me lancé a estudiar el conflicto de Medio Oriente para tener un arma bajo el brazo por si la metralleta comunista no alcanzaba para aprobar.

Mi viejo me explicó todo: durante dos meses, tome nota y tome mate mientras mi papá me explicaba dos de los conflictos más importantes que tuvo el mundo contemporáneo. Yo todavía no lo sabia, pero uno de ellos fue parte de mi historia personal. 

 

Fui a rendir el día del amigo. Estaba asustada y cagada hasta las patas, lo único que tenia para defenderme era mi piedrita de la tranquilidad – regalo de mi abuela materna que al día de hoy aún me acompaña – y dos guerras a las que me tenia que enfrentar. 

A mi lado, como siempre, estaban Juli y Ceci, mis compañeras de forma incondicional. Ingresé al aula 101 y empecé a disparar.

– ¿Queres hablar de algún tema, Marina?- me preguntó la docente de la cuál no recuerdo ni el rostro ni el nombre.

– Sí- respondí – quiero empezar con la Revolución Rusa y la caída del Zar.

Debo haber estado media hora, quizás fueron 15 minutos, o más. Ya ese tiempo comienza a desvanecerse entre los recuerdos de tanto final. Salí con un 7 hermoso y brillante en mi libreta universitaria, y la felicidad de quien logra superar su propia historia. Lo que todavía no sabia, 10 años atrás, es todo lo que ese final tenia para contarme sobre mi vida y la de mi ascendencia maternal. 

Vidaenviajee

Entre el silencio y la verdad:

La historia se repite: mi papá me explicó la Revolución Rusa y la Segunda Guerra Mundial con lujo de detalles. Mi abuelo, sentado al lado de la protagonista de la historia, me contó todo lo que recordaba sobre la fuga de mis bisabuelos antes de que estalle la Revolución en Rusia y deje a Leningrado asediado muchos anos después. 

En el 2013 me volví a conectar con esta parte de la historia. En ese entonces, estaba cursando Historia de los Medios, y se me ocurrió hacer un trabajo de fotografía e inmigración. Sabia que mis bisabuelos maternos eran inmigrantes, sabia que venían de Rusia, sabia que algo había ahí que me podía interesar. Asique llame a mis abuelos y les dije que los iba a ir a visitar, porque había algo de nuestra historia que necesitaba empezar a investigar. Me tomé el bondi hasta Martinez, y entre pan con manteca tostadito y muchos mates, me senté durante toda la tarde a escuchar – sobre todo a mi abuelo – el relato de la historia de inmigración familiar.

Mi abuela tiene todo guardado en una cajita, con tanto amor y prolijidad que te da miedo tocarlo. Sacó algunas pocas fotos en blanco y negro de su familia y lo que fue la comunidad de Rusos-Alemanes en Pigüé, al Sur de Buenos Aires. Me contó un poco de su infancia, lo que podía y recordaba: me contó de sus 12 hermanos, de cómo ella iba a comprar el pan a la mañana, y lo poco que su mamá hablaba. Es más, me confesó: la vieja nunca hablo español, y empezó a decirme palabrotas en ruso o alemán que recordaba. Porque la vieja no hablaba español, pero si puteaba. 

Mi abuelo tomo la posta: me relato todo lo que su suegro le había contado. Claro que si, los hombres hablaban entre ellos:

Llegaron en barco a Brasil, antes de 1914. Se escapaban de los Bolcheviques, gente que mi abuela no sabe quienes son, pero que por traslación detesta y teme. En el barco iban mi bisabuela, mi bisabuelo y no se cuantos más. En Brasil, se subieron a una carreta y continuaron a viajar con destino a la Argentina. Llegaron a Pigüé, donde ya estaba instalada la comunidad de Rusos-Alemanes viajando en carreta desde Brasil a través del Norte Argentino. En ese viaje tuvieron varios hijos que fueron muriendo en el camino. Llegaron a la colonia, y la familia rehizo su vida con 13 hijos, 6 de los cuales eran pares de mellizos. 

Mi abuela es de las más chicas y de las que “tuvo suerte” porque a los 15 años una familia de Buenos Aires se la llevó a trabajar a su casa. Allí cuidó a Mirta, quien se convirtió en su amiga para toda la vida, y mientras tanto aprendió a cocinar, a cocer y bordar. 

En uno de los paseos que daba por el barrio conoció a mi abuelo, Tulio Armando, un tipo alto y buen mozo de mas de 25 años. Ella tenia 19; él corría carreras de autos; ella cocinaba con su pelo brillante y largo. Se casaron después de que él se presentase en el campo, para conocer a la familia de Quita, mi abuela y su papá les diera el visto bueno para avanzar.

Ella nunca más tuvo el pelo largo, la suegra se lo hizo cortar a los 19 años, por el simple hecho de ser una mujer casada. 

En el 2013, mis abuelos se sentaron en la mesa de la cocina, y mientras abríamos la cajita de los recuerdos, me relataron esta vida, que hasta ese entonces yo no conocía. ¿Por qué será que de estas cosas no se hablan con normalidad? Es la historia de la vida, ¿qué es lo que tanto se tiene que olvidar u ocultar?

Hice mi trabajo de fotografía e inmigración y le regalé una copia a mi abuela, que guardó con mucho amor junto a los recuerdos de su familia y su vida en el campo de Pigüé.

Vidaenviajee

Año 2020, diez vidas después del gran final:

Estos días estuve revolviendo mis cosas, todos los archivos de mi computadora, y no logré encontrar la copia de mi trabajo de fotografía e inmigración que me acerco a la historia de mi ascendencia materna. Mi abuela ya tiene más de 80 años; está muy débil emocionalmente como para que la haga buscar y recordar. Su alma está triste, porque aprendió a callar, y muchas cosas de la vida la ahogan y la dejaron encerrada en un mar de angustia que no puede dejar pasar. Por eso, estoy apelando a mi memoria, y a lo que logre sacarle a mi mamá sobre esta parte de la vida que es también mi historia. 

Me quedan muchos cabos por atar, pero las ganas de cuidar a mi abuela no me dejan avanzar en hacerla recordar. 

Rusia 2019 – regresé y cumplí un sueño: 
En el 2019 fui a Rusia. Sí. Tenia un sueño, un objetivo: recorrer el país más grande del mundo en tren. Estuve obsesionada durante años con hacer el Transiberiano, cruzar Rusia, pasar por Mongolia y llegar a China en tren. Poco ortodoxo, no? Pero ahí estaba mi sueño, el foco de mis viajes y anhelos durante los últimos años. 

Llegamos a Moscú, y de ahí fuimos a San Petersburgo. Esos días empece a recordar: mis bisabuelos habían vivido en un pueblo al norte de Leningrado, bien cerquita del Rio Volga. 

Empecé a preguntarle a mi mamá sobre ellos. Logré encontrar en el mapa al Volga y la historia de un pueblo llamado Rusos – Alemanes del Volga: año 2019, le envié un mensaje a mi mama y le pregunte:

¿che vieja, los papás de la abuela, eran rusos o alemanes? y ahí empecé a atar cabos sueltos.

Esa noche, mientras veía la serie que encontré en Netflix sobre la caída del Zar Nicolas II y un documental sobre la construcción del Transiberiano, leí en Wikipedia que los Rusos – Alemanes del Volga fueron un pueblo esclavizado que terminaron instalados a orillas del Volga a partir de 1763, bajo el mandato de  la zarina Catalina II “La Grande de Rusia”.

Ahí empezaba mi historia: por eso mi bisabuela puteaba un poco en cada idioma. No se como, no se qué les paso, no se como era su vida en Rusia antes 1914, pero se que mis bisabuelos descienden de un pueblo que nació esclavizado. Se escaparon de los Bolcheviques – no se como – y se subieron a un barco que los dejó en Brasil. Allí, empezaron a tener hijos mientras hacían su viaje en carreta y lograron instalarse en Pigüé. Para morir muchos anos después, en un accidente de auto. 

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Y entonces, encontré a mi abuela:

Mi abuela es blanca como un copito de algodón, como lo soy yo. Es coqueta como nunca vi a nadie más. Cocina como los dioses, habla y se ríe mucho, pero de nada en especial. Es laburadora, emprendedora y todo poderosa. Es grandota, alta e imponente. Tiene en su cuerpo la fuerza de quien todo lo puede, aunque su alma este llorando y no pueda mostrarlo. Mi abuela lloró por primera vez frente a mi vieja a los 80 años, cuando por  un llamado de una mujer que se hizo pasar por mi, su nieta a quien no veía hace un año, le robaron los ahorros de toda la vida. Después de ese día mi abuela quedo en cama, y lloro unos cuantos días después, con la vergüenza de quien pierde su fortaleza. 

En el 2019 compartí camarote en el tren desde San Petersburgo a Kazan con una señora que a sus 50 años estaba por primera vez en su vida, viajando por su país. Había tomado clases de inglés y logró entonces comunicarse con nosotros. Yo quería saber todo, quería abrazarla, quería charlar horas con ella y contarle de todo. Pero más que nada quería observarla: su aspecto era como el de mi abuela, Grandota, bien blanca y muy rubia. Era fuerte y muy correcta.

Nos contó su visión sobre comunismo – capitalismo. ¿Lo pueden creer? Me subí a un tren en Rusia con una mujer que me hacia acordar a mi abuela y tuve la suerte de escuchar la visión del mundo de alguien que había vivido los dos sistemas más perversos que tiene la humanidad. Pero lo más impactante, fue escucharla pelear con la azafata que nos quería cobrar un cafe, sin habernos avisado que teníamos que pagar. Su fortaleza era implacable, luchaba con uñas y palabras graves por su verdad. Y ahí encontré a mi abuela. Y la encontré en cada rusa que vi caminar durante mis 30 días en ese lugar.  

Entré a iglesias ortodoxas por primera vez, y la religión me dio una paz que nunca antes había notado. Al caminar por Moscú, San Petersburgo o Kazan, veía a mi abuela pasar: mujeres con pañuelos en la cabeza, como ella me contó que usaban su mamá y sus hermanas cuando vivían en el campo. Mujeres con el pelo suelo y largo, resplandeciente como lo extrañaba ella. Mujeres arregladas, y no tanto. Veía sus cuerpos mientras caminaban, y la veía a mi abuela. Y entonces comprendí que también me veía a mi, ese cuerpo del que tanto me había quejado, era similar al de las rusas que veía caminar como si no hubiese un final más allá.

Y entonces vi a mi abuela cocinar, escuchar atenta, enojarse por las injusticias que promulgaba el gobierno de turno. Vi a mi abuela abranzándome cuando era chiquita y corría porque había llegado de visita otro jueves de verano. La vi a mi abuela en la pileta, sin saber nadar. O sentada en el auto, al lado de mi abuelo, sin saber manejar. 

Pero mi abuela sabe amar, sabe defenderse y sabe defender a su familia con uñas y dientes. Sabe putear en ruso y alemán. Sabe abrazar y hacer los mejores mimos en la espalda. 

En Rusia, en el 2019, pude abrazar esa parte de mi historia que tan lejana parecía estar. Pude entender, que si quería continuar con este camino que empece y rearmarme, tenia que atar los cabos sueltos de mi ascendencia inmigrante. 

Vidaenviajee

Soy una inmigrante más:

Soy inmigrante europea de ambos lados. Tengo historia de guerra, de muerte, de angustia y ansiedad. Me criaron entre secretos y silencios, entre el acopio de comida y las frases de mejor no preguntar. Pero también entre miradas de compasión y abrazos. Entre gritos y llantos de frustración. Hay secretos no contados que se hicieron angustias y comenzaron a bajar de generación en generación. Hay miedos que repetimos y no lo sabemos, hasta que investigamos.

Mi bisabuela no hablo nunca el español. Ese día me puse a pensar por qué yo no me animaba a hablar en inglés, y me anoté a tomar clases de conversación. 

Mi abuela y mi mamá tienen secretos y angustias que de a ratos las dejar en una melancolía constante. Y yo también. El día que me di cuenta de eso, empece a trabajar para cambiarlo. Elegí el camino de preguntar, llorar y hablar. 

Encontré a mi abuela. En cada rusita que vi caminar, rezar, cruzar la calle y cocinar durante mi mes en Rusia. Y cuando encontré a mi abuela, me di cuenta que me encontré a mi. Que la historia que nos atraviesa, hay que conocerla aunque duela, para poder sanar y empezar una vez más. 

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