Nos fuimos al sur. Llegamos en enero a Buenos Aires sin grandes planes ni muchas ideas en la cabeza de lo que queríamos hacer con nuestra vida. Veníamos de cruzar el mundo en tren, de hacer más de 9000 km atravesando el país más grande del mundo en tren. Veníamos de dormir con los nómadas en el desierto de Mongolia. Mongolia, ¿a quien se le ocurre ir a parar allí?, a mi.
Veníamos de estar un mes en China, solos, sin poder hablar con nadie en nuestro idioma, ni siquiera en inglés; veníamos de comunicarnos con emojis para que no le pongan carne a mi comida. Veníamos de hacer buceo en Tailandia, algo que nunca estuvo en los planes, pero pasó. Veníamos de allá, de festejar año nuevo con gente que en menos de un mes se convirtió en familia, dentro de un hostel que no sabíamos que existía. Veníamos de allá, de tener una vida libre de todo, vacía de juicios y desierta de prejuicios. Y de repente, aterrizamos en una calurosa Buenos Aires, los dos con la cabeza rapada, como para ver qué pasa.
Y ahí empezaron las preguntas, esas que sin querer lastimar, lo hacen. ¿Qué vas a hacer? ¿por qué volvieron? ¿qué planes tienen? ¿a dónde van a ir después? ¿Después? ¿después de qué? Todavía estoy tratando de entender qué hago acá, cómo llegué, cómo salí de China y aterricé en Buenos Aires, todavía yo no entiendo qué paso ayer, no puedo responder.
No puedo responder. Pasaron 6 meses y todavía no puedo. Porque no entiendo. Porque parece que mi vida está fraccionada, que pasaron cosas que no vi, que hay sabores que de a ratos ya no recuerdo. Y me esfuerzo, pero no logro hacerlo.
En enero comprendí que había algo que logró darme paz, y fue el hecho de cumplir un sueño. Es como si algo adentro mío se hubiese acomodado, como si hubiese llegado mi abuela con su dedal puesto en el dedo gordo derecho, y acomodándose los lentes mientras hilvana el hilo en su dulce aguja de coser, hubiese unido todo aquello que estaba roto en pedazos. Adentro, muy dentro mío. Haber cruzado el mundo en tren, arregló ciertas partes que tenía desparramadas en mi ser. Me dio la tranquilidad que necesitaba, me hizo encontrar cierta paz entre tanto movimiento y traqueteo perdida allá lejos, en Siberia.
El plan era perfecto: alquilar una casita que pudiéramos acomodar y decorar, hacer las redes, la página web. Mudarnos con Bea y sentarnos a tomar mate mirando el lago y la montaña, ¿que podía fallar en este impecable plan?
Nos subimos al auto, como hicimos hace 8 años, y salimos rumbo a San Martín, el 26 de febrero. Nos fuimos con el mate y la radio, antes de que salga el sol, para ganarle al tránsito del verano. El trayecto se hizo eterno. Todo aquello que en nuestros recuerdos era un viaje maravilloso en auto, esta vez fue largo y tedioso. Estábamos cansados, y no llegábamos más. Como frutilla del postre, no entendíamos los precios, así que todo nos parecía caro y descuidado. Hay cosas en la ruta que están igual que hace 10 años, ni las puertas del baño de la estación de paso han cambiado.
Dos días después, llegábamos a San Martín, ¿cómo explicarles que no era lo que recordaba? ¿Tanto puede cambiar la percepción de uno y su lugar en el mundo? ¿Cómo puede ser que no sienta a mi corazón saltar de alegría por haber llegado a mi lugar de sueños? Entraba tierra por la ventilación del auto, mi alergia se agudizaba, pero no me animaba a decir en realidad lo que estaba pensando: no quería vivir allí.
Gracias Don Daniel, me había olvidado del paso del tiempo. Me queda esperar que el mundo sane y se calme, y sanar yo con él para poder seguir adelante.