En lo alto de la ladera estaba montado el campamento de verano de la familia que nos alojaría; en realidad, lo que quedaba de él, porque ya estaban empezando a trasladarse desierto adentro, entre el abrazo de las montañas que los protegerían de las fuertes nevadas del invierno que estaba por llegar.
Nos recibió una familia con la que no pudimos comunicarnos más allá de sonrisas y algunos golpecitos de cabeza: la abuela, la nieta y los hijos que veíamos pasar al otro día bien temprano por la mañana. Todos habitaban este mágico lugar.
Soko nos indico cual seria nuestra yurta, una carpa preparada con 4 camas, una mesa con sillas y una salamandra en el medio. Dejamos la mochila y fuimos a la casa familiar. Solo podíamos ser observadores de la escena: nuestro amigo el chofer se sentó a charlar con nuestros anfitriones. La nieta se sentó frente a su abuela mientras esta cosía en su máquina, y la ayudaba a sostener los retazos de tela que unía sin parar. Había en la carpa otra mujer, quizás una hija, que servía té y nos miraba. Mariano y yo nos sentamos a observar, mientras mi corazón estaba desesperado por hablar, pero no podía hacerlo. No había forma de entablar conversación y conocernos. Soko nos sugirió que entregáramos nuestro regalo (nos dijeron que lleváramos chocolates, y así lo hicimos) y nos fuéramos a relajar. En un rato estaría lista la cena servida en la mesa de nuestro nuevo y momentáneo hogar.
En ese momento empezamos a entender, cuando la vimos a Soko cocinando. Se fue a su carpa, sacó cajas de la camioneta y se puso a cocinar para los 4: nuestro amigo el chofer, ella, Mariano y yo. La familia seguía con su rutina, no compartiríamos este evento tan peculiar.
En ese momento comprendí por qué no había problema con mi duda sobre comer o no carne: Soko tenia en la camioneta todo lo que nosotros íbamos a comer durante esos días, porque claro, estábamos en un tour privado, y ella además de hacer de guía y amiga, nos iba a cocinar 4 comidas a diario. Nuestro amigo el chofer, que manejaba hasta el cansancio, lavaba los platos cuando terminábamos, y se encargaba de el trabajo pesado. Le decíamos a Soko que queríamos ayudar, que nosotros podíamos hacer algo además de esperar a que ella cocinara, pero con una sonrisa inmensa siempre nos dijo que no, que para eso ella estaba.
Durante los días en el campamento de verano pudimos apreciar el funcionamiento de una familia nómade tradicional. Por la mañana temprano, la hija y la nieta iban a ordeñar las vacas, mientras las cabritas pastoreaban, y una vez que todos terminaban de desayunar, arrancaban a desarmar las carpas para trasladarse una vez más. Cada familia tiene su espacio asignado, y entre esos campamentos se mudan durante el año, de acuerdo a la estación, para acompañar su vida según los caprichos del clima. Además, reciben turistas a diario, y por ese intercambio cada Guest -house o agente les da dinero para subsistir.