Queríamos estar un tiempo más en España, aprovechar que ya habíamos comenzado a viajar de nuevo, y sobre todo, el hambre de vivir cosas nuevas que se manifestó cuando creímos estar agotados.
Llegamos a Córdoba a principios de diciembre, alrededor de las 4 de la tarde, luego de haber charlado con Ale para ingresar a trabajar al Hostel y continuar con esta vida de voluntariado. Allí nos recibieron nuestros compañeros, que en poco tiempo se convirtieron en amigos, en la familia y compañía que estábamos buscando.
Nuestro trabajo consistió en estar con los huéspedes, en convertirnos en esa persona que te ayuda a preparar tu desayuno cuando recién te levantas y no entendes nada y, mientras esperas que se hagan las tostadas te guía y asesora sobre que lugares visitar. En esas charlas matutinas generamos hermosos lazos: escuchando historias de gente que hasta ese momento resultaba desconocida, pero que día tras día ya era parte de la familia.
Entre cafecito, nuevas historias y tostadas, la mañana concurría mientras chequeábamos las camas, ordenábamos algún baño y nos abrazábamos a quien se iba con la promesa de seguir en contacto.
Los almuerzos, las siestas, los mates por la tarde entre partidos de fútbol o caminatas para conocer el barrio se hicieron costumbre entre los voluntarios. Cada uno va encontrando su rol, porque todos terminamos siendo una parte fundamental de la familia que formamos: esta quien se encarga de poner fecha y hora para conocer una atracción cada día, o quien se encarga de cocinar y alimentarnos. También, el que pone fin al desastre que se genera en todos los cuartos, o el que toca la guitarra mientras todos cantamos. Las birras y tapas nunca falta, tampoco los enojos y las risas eternamente largas.
Conforme los días pasaron, sentí que formaba parte de algo extrañamente gigante. Al principio creí que esa vida no era para mi: me costo unos días adaptarme al ritmo, entender los latidos y variantes que tenia esta nueva familia de la que estaba por ser parte.
Pero, cuando logré relajarme y entregarme a la experiencia, tomó enseguida el sentido que necesitaba: de a poquito comenzó a aflorar lo mejor de mi, eso que me hacía sentir increíblemente viva y que por largos años deje dormir.
Por las noches nos reuníamos en la terraza, entre cenas y sangrías pasó diciembre y casi casi no me di cuenta de como transcurrió el tiempo. Mis horarios eran otros, trabajaba más de noche que de día. Desayunaba a veces 2 y a veces 3 veces. Mis almuerzos eran siempre acompañada, con mucha música y alegría.
Aprendi a decir hola en varios idiomas, a disfrutar de los villancicos que sonaban cada atardecer. Tuve que trabajar mi paciencia, tolerancia, sacar la bandera del respeto para recordarle a quien a veces se la olvidaba. Charle mucho en italiano, abrace mis raíces. Hice amigos de todos lados. Conocí otras verdades, otras realidades. Me quedó grabado a fuego en el corazón que todos, todos, queremos vivir en paz y ser considerados iguales.
Me reí a carcajadas, llore cuando hizo falta. Hice de nuevo amigos, que todavía extraño.
Comencé la vida de voluntaria con el miedo propio de estar haciendo algo nuevo. Con la esperanza adormecida, creyendo que no podía estar tanto tiempo conviviendo con desconocidos en un mismo lugar, mientras trabajaba y dormía bajo el mismo techo.
Hoy, revivo estos recuerdos con la nostalgia de quien extraña día a día su hogar; con la certeza de que voluntariar es la magia que necesitaba para pintar de nuevos colores mi vida viajera. Me quedo con la alegría de haber probado algo nuevo, y por eso lo comparto y te invito a ser parte.